Este artículo fue publicado hoy en la Revista Carrusel (que circula los Viernes cada 15 días con el Diario EL TIEMPO) y me gusto bastante, así que aquí se los comparto:
El tiempo de los zombies
Por: Julián Isaza
La otra noche volví a verla: El amanecer de los muertos, la versión siglo XXI del clásico de George Romero, tan acorde al clima apocalíptico de estos días que sueñan (¿pesadillan?) con su fin. Y me encontré (por vigésima quinta vez, quizá un par más) con el efecto eléctrico de una historia tantas veces contada, masticada y vuelta a digerir, con el género que se arrastra por la clase B, pero que sigue despertando horrores y, sí, carcajadas, porque si hay algo que caracterice a los zombies es la falta de pretensiones. Porque si hay algo temible en ellos, es que son gente del montón (y un montón de gente) sin ningún encanto, una turba rabiosa de pensamiento ausente (y eso sí que eriza) con la sólida intención de devorar lo que perdieron: cerebros. Ellos nos reflejan más de lo que creemos.
Y esa es la médula del zombie, lo que lo hace fascinante y temible, que no es un elegido siniestro como su aristocrático pariente, el vampiro, sino que puede ser un vecino, una madre, una novia, un niño o el vigilante del edificio. Los zombies son democráticos y por eso cautivan y aterran, porque recuerdan que el monstruo puede ser cualquiera, puede vivir a dos metros, puede roncar al lado.
Sí, el muerto viviente es el hijo bastardo del vampiro, el proscrito de los devoradores de humanos (por algo en las versiones cinematográficas de Soy leyenda, la novela de Richard Matheson, los zombies reemplazan a los vampiros irracionales de la obra original). Y, si me permiten la elipsis, a vampiro y zombie los une el no estar vivos y la dieta, pero digámoslo de una vez: el zombie es el pariente pobre. Mientras que los hijos de Nosferatu son elegantes (y últimamente hasta metrosexuales), el zombie es primitivo, harapiento. Mientras los primeros, en el mejor de los casos, son nobles enclaustrados en un castillo (y en el peor, señoritos finos en un lujoso xanadú), los segundos son cavernarios. Si el vampiro es la representación del millonario capitalista, el zombie es la utopía de la clase trabajadora: su fuerza no está en el individuo, sino en la masa. El zombie deambula por ahí sin engreimientos.
Y por eso dan para todo. Desde los zombies de las décadas 70 y 80, que de la mano del director y guionista George Romero redefinieron a su ancestro haitiano y lo convirtieron en devorador de sesos, a las versiones actuales en las que abrevan por igual la comedia, el terror y el disparate (los zombies lo aguantan todo), con personajes que van desde héroes de videojuego, como en Resident Evil (en sus cuatro entregas y esperando la quinta), a estrellas del cine para adultos (léase Jenna Jameson) en Zombie strippers, pasando por la española Rec, con su formato de documental, hasta famélicos miembros en descomposición de la SS en Zombies nazis. El género, es verdad, se ha renovado y últimamente ha tenido un upgrade, de la clase B a las grandes producciones, con filmes como Exterminio, Zombieland, la serie de televisión Walking Dead y la anunciada World War Z, con Brad Pitt a bordo y basada en la novela homónima de Max Brooks, que se estrenará a finales del (año apocalíptico) 2012.
Sí, los zombies están más vivos que nunca (vaya oxímoron). Y eso es porque en tiempos de pandemias, de AH1N1 y de virus de laboratorio, ellos se proponen como el leproso medieval versión 2.0, como el delirio de una peste hecha ficción, y eso los conecta con un temor muy real: la enfermedad. La infección como detonante, como sad ending de una sociedad que fantasea con su fin.
Y eso es finalmente lo que resulta tan seductor. Más allá de los mordiscos y los harapos, las historias de zombies nos recuerdan que bajo las circunstancias adecuadas (hambre, enfermedad, guerra) podemos estar entre caníbales. Pero, sobre todo, cautivan porque, como dijo el escritor norteamericano Kurt Vonnegut, las mejores historias son las que terminan con el fin del mundo.
Lobos en la ciudad
Por: John Better
Hay ciertas noches pálidas, frías. Como las de los últimos meses en Barranquilla, noches lluviosas, con una fina niebla que envuelve las calles de la ciudad, dándoles un aspecto de película de serie b, de esas que pasaban en un viejo teatro hoy ya clausurado. Noches que reactivan el añejo recuerdo, cuando allí desempolvaban los archivos fílmicos y con ellos al monstruo de cada octubre. No era Drácula ni Frankestein. Era el otro, el más sanguinario de todos: el licántropo. Ese ser sobrenatural que se convertía en bestia cada vez que la luna se colmaba en lo alto del cielo.
Ahora regresa a mi memoria una noche de 1998. El cartel de la entrada prometía una escalofriante película, en el que una mujer vestida de sedas blancas era rodeada de un grupo de lobos grises, cuyas expresiones demoníacas provocaban en ella una mueca de espanto. Cena de lobos, así se llamaba la cinta. Allí estaba él, una vez más: el hombre lobo. Ese hombre-bestia, el personaje oscuro, romántico, solo en su maldición, condenado a devorar el amor, para luego despertar desnudo preguntándose por qué ha hecho lo que ha hecho, mientras contempla los restos de su amada. Ese al que todos nos parecemos un poco.
Sobre él hay películas para todos los gustos, pero la mayoría -y eso es lo fascinante- muestra a un hombre que lucha contra su sino. La última película que vi, The Wolf Man, se hizo en 2010 y fue un remake de la cinta de George Waggner, que se estrenó en 1941. En esta adaptación Benecio del Toro recibe de su padre, Anthony Hopkins, un consejo -de lobo a lobo- que es realmente de antología: "nunca mires atrás, el pasado es un páramo de horrores, te esperan las horas más sombrías de tu calvario, sé libre, mata o muere".
Sí, al lobo lo persigue su pasado y su presente, es la bestia sin contemplaciones, el hombre entre las sombras y el monstruo bajo la luna. Mientras el lobo no se arrepiente de nada, tumba la casa de los cerditos, devora a Caperucita o desmiembra al primero que cruce su camino; su parte humana suele ser lo opuesto: es moral, educada, a veces hipócrita y sufre por la fuerza de sus instintos, que solo emergen bajo la piel de un monstruo que lo conecta con su lado más salvaje, pero también más libre.
Por eso, chicos, no hay peligro de que jueguen en el bosque, pero recuerden que solo pueden hacerlo mientras el lobo no esté.
El beso del vampiro
Por: Miguel Mendoza Luna
No puedo imaginar el mundo sin vampiros. Por lo menos sin los de la ficción. Gracias al conde Drácula, no solo nació mi pasión por la literatura, sino también una inagotable fascinación por descifrar la complejidad del mal. Ahora que los vampiros empezaron a ir al high school y se convirtieron en seres diurnos, inmunes al ajo y a los crucifijos, me preocupa que el mundo entero deje de temerles.
La figura del vampiro, con su belleza mórbida, con su éxtasis devorador que sustituyó el acto de la penetración sexual por el de la succión de la sangre, con su promesa de una inmortalidad no desprovista de los placeres sensuales, me ha permitido indagar acerca de la dualidad que batalla constantemente en la conciencia humana. No olvidemos que es el único ser que ha sido capaz de reconciliar y equilibrar las dos fuerzas que definen al ser humano: erotismo y muerte.
Gracias a la inmortalidad del vampiro literario, he viajado por diferentes momentos de la historia. Descubrí que el vampiro se remonta al personaje hebreo de Lilith, de acuerdo a las leyendas bíblicas la primera esposa de Adán. Tiempo después de ser expulsada del paraíso (por no obedecer a los deseos de su machista esposo, a ella le gustaba mandar en la cama), enloqueció y se dedicó a beber la sangre de los hijos de su ex nacidos de su reemplazo, Eva. En todas las culturas han emergido diversas criaturas vampíricas: las lamias, las estriges y las empusas griegas, mezclas de animales y bellas mujeres devoradoras de hombres; el camazotz maya, un murciélago con rasgos humanos; el murony rumano, un ser capaz de transmutarse en diferentes animales; los jikininkis japoneses, espíritus errantes que se alimentan de cadáveres, etc.
La creencia medieval en el vampiro resulta esencial para comprender la mentalidad supersticiosa que otorgaba un poder especial a las almas errantes de los muertos. En efecto, se creía que los cadáveres enterrados sin los debidos rituales regresaban de la muerte para atormentar a los vivos y reclamar su sangre. Para evitar los ataques de los 'revinientes', era frecuente que se exhumaran los cuerpos y se les cortara la cabeza. Aun durante el Renacimiento, los síntomas propios de las pestes eran interpretados como plagas de vampiros.
Por fortuna para mí, en la búsqueda de una conexión más clara del vampiro con nosotros los mortales, la literatura del siglo XIX se encargó de 'humanizarlo': el cuento del inglés John Polidori El vampiro (1819), lo presentó como un aristócrata seductor; el relato Carmilla (1872) de Sheridan Le Fanu, le devolvió su esencia femenina en la figura de una hermosa y lésbica criatura, ansiosa de sangre virginal; la novela Drácula (1897) de Bram Stoker, lo fusionó para siempre con el personaje histórico Vlad Draculea III, héroe rumano del siglo XV, responsable de miles de muertes mediante la cruel tortura del empalamiento.
Cada vez que se estrena una película de vampiros, me sorprendo al reconocer la capacidad de esta criatura para adaptarse a los caprichos de la moda. Desde el Nosferatu (1922) del alemán F.W. Murnau, pasando por la mítica interpretación del conde engominado Béla Lugosi (Drácula, Tod Browning, 1931) o las películas de la productora inglesa Hammer en los setenta (The vampire lovers, Lust for a vampire), que usaron el tema como pretexto para el soft porno, hasta Entrevista con el vampiro (Neil Jordan, 1995) o el Dracula's Bram Stoker (1992) de Coppola, el chupasangre ha soportado con dignidad el paso del tiempo.
Confío en que si el pobre sobrevivió a Buffy, la cazavampiros y a las recientes sagas melodramáticas de chicas adolescentes que llegan a vivir en un pueblo donde, casualmente, también habitan los hombres lobo (Crepúsculo), será capaz de aguantar cualquier nueva crisis mundial.Acercarme a la compleja simbología que habita en la sombra del vampiro, me ha enfrentado a la existencia de la conciencia oscura que espera, agazapada en nuestras mentes, tomar el control. Por eso espero que el mundo no deje de creer en vampiros. Por eso espero que si mañana, al despertar, los rayos del sol te resultaran insoportables, si el menor ruido estremeciera tu cabeza, si frente al espejo sencillamente no reconocieras tu imagen, no pienses que los excesos de la noche anterior te pasaron factura o que finalmente enloqueciste. Espero descubras que las marcas de colmillos grabadas en tu cuello son el recuerdo del beso de un hermoso vampiro, la evidencia de que viven entre nosotros.